Nunca
volveré a hablar con Dios.
Esa es la respuesta que Sylvia
Plath le
da a su madre cuando esta le comunica que su padre ha muerto. La
infancia de la poeta, hasta que su padre muere, es bastante común en
la medida que las familias felices son comunes. Los padres eran
personas inteligentes: Otto,
un erudito bastante más preocupado por su carrera y sus
publicaciones que de su familia; Aurelia,
capaz de renunciar a su carrera y su intelecto, quedar en un segundo
plano para tener lo que ella entiende por hogar feliz.
La madre, que ayudaba en las divulgaciones científicas a su marido y se hacía cargo de la pequeña Plath, hablaba así de su primer año de matrimonio, muy diferente de lo que fue el primer año del matrimonio Hughes-Plath: Comprendí que si quería un hogar tranquilo (y así era) tendría que hacerme a la idea de ser más sumisa, aunque no iba con mi carácter. Así, el hogar Plath era tranquilo gracias a la renuncia de la madre. Otto, en cambio, se encerraba en su estudio a trabajar, con un rol mucho más autoritario y respetuoso, pero también distante: él era el centro de la familia y los miembros de esta debían adaptarse a su condición de hombre culto y académico. El primer problema con el que se enfrenta Sylvia Plath, con dos años, es que ha nacido su hermano Warren. Un bebé. Odio a los bebés. Yo, que durante dos años y medio había sido el centro de un tierno universo, sentí que el eje se torcía y que un frío polar me paralizaba los huesos. Ese tierno universo se lo debía, en parte, a sus abuelos maternos, a los que convirtió en refugio y en recuerdo perfecto a lo largo de los años. Además de que el abuelo la tenía endiosada —una diosa y una mujer en miniatura—, con las recurrentes enfermedades del hermano y, más tarde, del padre, Sylvia Plath se vio agradablemente obligada a pasar más tiempo con ellos. Entonces, Aurelia le mandaba cartas a su hija, a la casa junto al mar en la que se había instalado: Estoy muy orgullosa de lo bien que coloreas los dibujos. Procura escribir tan bien como coloreas. Procura escribir las palabras en vez de imprimirlas.
La madre, que ayudaba en las divulgaciones científicas a su marido y se hacía cargo de la pequeña Plath, hablaba así de su primer año de matrimonio, muy diferente de lo que fue el primer año del matrimonio Hughes-Plath: Comprendí que si quería un hogar tranquilo (y así era) tendría que hacerme a la idea de ser más sumisa, aunque no iba con mi carácter. Así, el hogar Plath era tranquilo gracias a la renuncia de la madre. Otto, en cambio, se encerraba en su estudio a trabajar, con un rol mucho más autoritario y respetuoso, pero también distante: él era el centro de la familia y los miembros de esta debían adaptarse a su condición de hombre culto y académico. El primer problema con el que se enfrenta Sylvia Plath, con dos años, es que ha nacido su hermano Warren. Un bebé. Odio a los bebés. Yo, que durante dos años y medio había sido el centro de un tierno universo, sentí que el eje se torcía y que un frío polar me paralizaba los huesos. Ese tierno universo se lo debía, en parte, a sus abuelos maternos, a los que convirtió en refugio y en recuerdo perfecto a lo largo de los años. Además de que el abuelo la tenía endiosada —una diosa y una mujer en miniatura—, con las recurrentes enfermedades del hermano y, más tarde, del padre, Sylvia Plath se vio agradablemente obligada a pasar más tiempo con ellos. Entonces, Aurelia le mandaba cartas a su hija, a la casa junto al mar en la que se había instalado: Estoy muy orgullosa de lo bien que coloreas los dibujos. Procura escribir tan bien como coloreas. Procura escribir las palabras en vez de imprimirlas.
De
aquellas cartas y de la importancia que le daba su madre a la
perfección, Sylvia Plath dedujo que la exigencia con la que creció
era materna, sobre todo porque la muerte del padre borró aquellas
escenas en las que, ya muy enfermo, su hermano Warren y ella acudían
una vez al día al estudio de Otto, en el que se exhibían porque el
resto del día el padre no podía atenderlos. Aquellas visitas poco
comunes en un ambiente familiar como el que vivía con sus abuelos,
hizo que la figura del padre se convirtiera, de algún modo, en la
medida de las cosas, como un juez: los hermanos mostraban sus
habilidades, recitaban poemas, daban cuenta de lo que sabían. Sin
embargo, la muerte de Otto a los 55 años (tras una diabetes que no
quiso tratarse, la convalecencia, la amputación de la pierna y una
fulminante embolia pulmonar) hizo que en su frágil memoria la
perfeccionista fuera la madre, que mandaba aquellas cartas con
dibujos para colorear, pidiéndole que no se saliera del contorno. La
muerte del padre no solo alteró los roles, sino que produjo una
inestabilidad económica y emocional. Aurelia, que quedó
conmocionada cuando era pequeña al ver llorar a su madre, evitó
hundirse en el duelo ante sus hijos, para ahorrarles lo que ella
vivió, de modo que los niños no pudieron vivir de forma natural la
desgracia y la tristeza de una pérdida tan importante, cosa que
Sylvia Plath después le recriminaría a su madre. Además, tuvo que
ponerse a trabajar dando clases y renunciar, en una nota que Sylvia
le hizo firmar, a volverse a casar. La muerte del padre irrumpió en
la vida de dos niños que, de pronto, se sintieron profundamente
dependientes de Aurelia; ya habían perdido a uno. Warren, al recibir
la noticia, se alegró de que su madre fuera veinte años más joven
que el padre y todavía estuviera sana, pero Sylvia lo único que
quería era: que su madre llorara, que no se volviera a casar, que
Dios no la volviera a decepcionar de aquel modo. Ese hueco que dejó
Otto fue el mismo que usó Plath para escribirle un poema a su hijo
hablando de su marido, que ya no viviría con ellos: Serás
consciente de una ausencia, ahora.
Aun así, la paz volvió al hogar Plath: los abuelos se mudaron a su
casa y, poco después, por un curso que impartiría Aurelia en la
universidad, se marcharon los cinco al interior (con mejor clima para
las enfermedades de todos), en el que Sylvia volvió a reconducir su
pequeño mundo hacia una estabilidad. Escribía, pintaba, sacaba
matrículas de honor, tocaba el piano. La mayor diferencia con
respecto a la vida que habían llevado con su padre era que, de
pronto, el poder estaba repartido en tres personas distintas y, sobre
todo, que se estableció una especie de matriarcado al que ni Sylvia
ni Warren estaban acostumbrados cuando su padre vivía. Aurelia, en
unas memorias inéditas, habla del poco dinero que tenían, pero de
todos modos tenía un fondo destinado a libros y teatro, a los que
les daba carácter de imprescindible. En ese ambiente renovado y
sano, creció una Sylvia Plath aplicada, inteligente y sensible.
La
chica que quería ser Dios
En
cuanto ingresa en el colegio de bachillerato superior, Sylvia Plath
se divide en dos: la que escribe compulsivamente en su diario,
anotándolo todo, y la que se preocupa de salir con el mayor número
de chicos posible (hasta el punto de apuntar cuántas veces le habían
pedido cita, cuántas veces la había pedido ella, sus
correspondientes rechazos y citas en total). Se propone cambiar de
actitud, no ser tan restrictiva consigo misma, y se busca un
diminutivo para esa nueva Sylvia: Sherry. Aun así, la señorita
Plath se abre paso entre las murallas de la enfermedad llamada
adolescencia y empieza a formar parte de un grupo selecto de
estudiantes del profesor Crockett.
En el programa especial, estudian y leen a Hemingway,
Eliot, Frost, Dickinson, Faulkner, Lawrence, Yeats, Joyce, Woolf,
Dylan Thomas, Shakespeare, Platón, Dostoievski…
La Sylvia Plath, bajo el estímulo del profesor y el grupo, vuelve a
mostrar su lado más vital y entusiasta, y aunque en ningún momento
el objetivo del profesor Crockett era volverlos competitivos, Sylvia
no se relaja y acaba siendo la mejor en todo; Crockett, que la
recordó años más tarde diciendo que le debía mucho, se preguntaba
si se relajaría alguna vez. La respuesta era no. En aquel curso,
Sylvia anotó en su diario: Nunca
jamás conseguiré la perfección que anhelo con toda mi alma… mis
pinturas, mis poemas, mis cuentos.
Entre
artículos, diarios, cuentos y poemas, Sylvia empieza a coquetear con
la literatura, que ya iba un poco más allá de la propia escritura,
y se da cuenta de que todo lo que vive lo justifica, de algún modo,
convirtiéndolo en ficción, reciclando todo cuanto le pasa. En casa,
sobre mi escritorio, está el mejor relato que he escrito. ¿Cómo
puedo decirle a Bob [Riedeman,
su novio] que
mi dicha se debe a haber arrancado un trozo de mi vida, un trozo de
dolor y belleza, y haberlo transformado en palabras mecanografiadas
sobre un papel? ¿Cómo puede saber él que justifico mi vida, mi
emoción intensa, mi sentimiento, convirtiéndolos en letra
impresa? Sylvia,
que ha dejado atrás a Sherry y la ligereza, ingresa en la
Universidad, en Smith, y eso la hace profundamente feliz. Va a
convivir en una residencia femenina de estudiantes con otras (casi
50) chicas, y no hay nada que le agrade tanto como ser la
protagonista del momento dulce que está viviendo. Además, procura
desvincularse de la mujer común y se niega a cocinar tres veces al
día, a la jaula, a la rutina, a la costumbre; La chica que quería
ser Dios es lo que desearía, escribe en su diario, y olvidarse de
las restricciones y las limitaciones, ya como Sylvia Plath, sin
necesidad de dualizar su personalidad (Sherry no tenía apenas
fuerza). Pero la felicidad de la futura poeta es siempre efímera,
porque su autoexigencia la mantiene constantemente alerta y sin
relajarse, como decía el profesor Crockett: Me
aterra pensar que la vida se me escapa como agua entre los dedos…
tan deprisa que tengo poco tiempo para parar de correr.
No quiere descansar y detenerse un momento a pensar, porque le
angustia no poder estar en todos los sitios que desea; sitios, por
supuesto, de reino intelectual. Lo único que la calma es sacar las
notas brillantes que saca y que la inviten al baile los chicos, pero
no es suficiente.
La
vida es soledad, pese a todos los opiáceos, pese a las máscaras
risueñas que todos nos ponemos. Y cuando al fin encuentras a alguien
a quien crees que podrás mostrar tu alma, te detienes asustado por
tus propias palabras… palabras tan apagadas, tan feas, tan vacías
y débiles… por haber permanecido tanto tiempo en tu angosto y
oscuro interior. Sí, existe la alegría, la satisfacción y el
compañerismo… pero la soledad del alma en su pasmosa timidez es
abrumadora y espantosa.
Sylvia
Plath vivía atemorizada por sus propias preguntas: ¿Para
qué es mi vida? ¿Qué voy a hacer con ella? En
sus diarios, que escribía metódicamente, vemos cómo se va abocando
a un dramatismo poco característico para una joven de su edad, con
las oportunidades y la mente brillante que poseía; todas las
cualidades que tenía se volvían en su contra, hasta el mundo de
angustiarse por no tener pareja, una pareja real, y creía que se
volvía loca, que el sueño era negro, y el desvanecimiento, y la
muerte. Igual que Alfonsina
Storni vivía
como un hombre (que quería decir, para la época, libremente),
Sylvia Plath siente que la mujer tiene a su alrededor unos barrotes,
como de cárcel, que el hombre ni siquiera ve. Y escribe:
Estoy
de malas. Me disgusta ser chica porque como tal he de comprender que
no puedo ser hombre. En otras palabras, tengo que canalizar mis
energías en la dirección y la fuerza de mi compañero. Mi único
acto libre es elegir o rechazar a ese compañero.
Mi
gran tragedia es haber nacido mujer
Dick
Norton y
Sylvia Plath eran novios en su primer año de Smith. En las
vacaciones de primavera, Sylvia aceptó un trabajo para poder estar
más cerca del que creía que sería su marido. Aunque discutían y
vivían momentos que a Sylvia le parecían desagradables, estaba tan
angustiada por ser todavía virgen y no encontrar al hombre perfecto,
que se negaba a romper con su compromiso. En aquellas vacaciones,
Sylvia, resentida, se negó a visitar a Norton cuando este se lo
pidió, de modo que acabó intimando con una camarera a la que había
conocido en aquellos días. La traición de Norton hizo que Sylvia
sintiera todavía con más pesar aquel disgusto por ser una chica,
aquella importancia que se le daba a ciertas cosas porque así estaba
determinado socialmente. Estaba absolutamente decepcionada e
indignada: Mi
gran tragedia es haber nacido mujer.
La poeta se estaba reservando la virginidad para su marido,
posiblemente Dick Norton, mientras él había hecho el amor con una
mujer que no le importaba en absoluto. La sexualidad era un tema
recurrente en los cuentos y en sus meditaciones, sobre todo por lo
que leía y por lo que debía ser en aquella época una mujer ideal;
además, no dejaba de tener en cuenta todo lo que se decía, como que
la mujer no se siente satisfecha con el acto sexual o que se necesita
tiempo y seguridad para alcanzar el placer completo. El sexo era el
enemigo; el hombre, por tanto, también.
En
aquel curso Sylvia leía a Ortega
y Gasset o Thomas
Man,
pero uno de los libros más importantes fue Male
and Female,
deMargaret
Mead,
precisamente porque encontraba en él la provocación para sus
propios pensamientos y vivencias. Plath subrayaba: ¿Hemos
hecho algo igualmente desastroso para todos educando a las mujeres
igual que a los hombres? Las mujeres verán el mundo de forma
distinta que los hombres. Ed
Cohen,
un amigo con el que se escribía filosófica, literaria e
íntimamente, un gran apoyo que Plath necesitaba, le mandó estas
líneas:
Tienes
que afrontarlo… nosotros los “radicales” creemos que la mujer
debe compartir la vida y las experiencias de su marido, pero para la
mayoría de la gente la mujer tiene un papel social definido en el
matrimonio que no permitirá la existencia (sic) que me siento
inclinado a creer que tú deseas antes de dedicarte al hogar y a los
niños y todo lo demás. Si me permites ser mordaz por una vez, los
buenos chicos pulidos que conoces (ya sabes, los que quieren que la
madre de sus hijos sea virgen, etc.) se morirían ante la sola idea
de que su esposa viviera en la selva mexicana o en la orilla
izquierda de París. Lo cual significa simplemente que el tipo de
individuo que cree en lo que yo llamo un tanto despectivamente
moralidad convencional, llevará también un tipo de vida un tanto
convencional. Y es probable que tal situación sea literariamente
bastante estéril… Puedes dedicarte a tu carrera, o puedes criar
una familia. Pero me extrañaría mucho que pudieras hacer ambas
cosas dentro del marco social en que vives.
La
elección de Sylvia la dejaba profundamente deprimida, porque no
quería renunciar a nada (la imagen de la higuera en La
campana de cristal).
No sabía quién era, adónde quería ir, qué sentido podía
encontrarle a su existencia. Tenía grandes esperanzas en convertirse
en escritora y, a un tiempo, no creía poder hacerlo aunque confiaba
en su trabajo y lo defendía. Por otra parte, no había otra cosa que
deseara más que encontrar un buen hombre con el que casarse y tener
una familia (esa sumisión que Aurelia aceptaba para tener un hogar
tranquilo). Pero algo la iba a hacer desplomarse y dejar el
matrimonio y todas las cosas que le preocupaban a un lado, porque
estaba a punto de sucumbir a su propia oscuridad. Fue invitada cuatro
semanas a Nueva York como redactora de Mademoiselle,
una revista femenina de moda de la que era becaria, y allí le
prepararon una cita con un rico peruano sin escrúpulos, que intentó
violarla, insultándola con violencia. Después de aquello, y de la
relación con Dick cada vez más insignificante, arrojó toda la ropa
que se había comprado para aquellas cuatro semanas, renunciando a la
moda femenina, a ese lado de la mujer; sería una persona distinta a
partir de entonces. Pero después de aquel forcejeo consigo misma,
cayó, como tantas otras veces pero con un motivo mayor, en su propia
enfermedad. Estaba tan deprimida, con (sus primeras) ganas de acabar
con su vida, que su madre, al encontrarle cortes en las piernas,
acabó por convencerla para que hiciera terapia de shock. Algún
dios me agarraba por las raíces del pelo.
Y aquel dios que le agarraba por las raíces del pelo con sus voltios
azules, con aquella terapia de shock, no fue suficiente para aplacar
el mal de Sylvia Plath, que acabó tomando somníferos hasta perder
el conocimiento. Estuvo inconsciente dos días en el sótano de su
casa, donde se escondió. Salgo
a dar un paseo largo. Volveré mañana.
La
bella joven de Smith
Sylvia
Plath estuvo desaparecida esos dos días porque se había metido en
un lugar poco accesible debajo de la casa y no daban con ella.
Aurelia, su madre, denunció la desaparición: investigaciones,
policías, reporteros, voluntarios, ciudadanos, noticias nacionales.
La bella joven de Smith, que así fue como la llamaron, estuvo
desaparecida en Wellesley hasta que Warren oyó un gemido, la buscó
y la encontró semiinconsciente, con contusiones y cortes bajo el ojo
derecho. Una vez en el hospital, cuando abrió los ojos y su madre le
dio ánimos, diciéndole que toda la familia estaba muy contenta de
hacerla encontrado, Sylvia se lamentó: Fue
mi último acto de amor.
Aurelia explicó que el suicidio se debía a su incapacidad para
escribir, a la falta de fluidez (entonces ya tenía muchos relatos
escritos, además de ser redactora de la revista), o incluso que
Sylvia estaba enamorada dePerry
Norton (hermano
de Dick y amigo de su hija) y este se había comprometido hacía
poco. Los médicos dijeron que no había síntomas de psicosis ni
esquizofrenia y que, con ayuda, se recuperaría completamente; aun
así, la actitud de Sylvia era incompatible con el diagnóstico
esperanzado: no quería curarse y no quería avanzar hacia ninguna
parte, sino de nuevo al interior, a ese abismo. Había perdido la
facultad de escribir y leer, y una vez en semana su antiguo profesor
Crockett la visitaba y le daba refuerzo para que volviera a ser la
señorita Plath que todos conocían. En 1953, Sylvia estaba
recuperada y un año más tarde estaba lista para ingresar de nuevo
en Smith, ya como escritora respetada y admirada por todas sus
compañeras de estudio. En cuanto a su enfermedad, que extrañaba
tanto a sus amigas, la escritora decía que Duele
todo. Era
como si ardiera bajo la piel.
De la relación entre locura y escritura, que tan romántica parece,
Plath dijo que no existe: Cuando
estás loca, estás ocupada en estar loca… todo el tiempo… Yo
cuando estaba loca, era solo eso, una loca.
Un
Adán violento
En
1955 le dan una beca para que estudie en Cambridge y Sylvia parece
que recupera toda la vitalidad y la energía necesaria. Por entonces,
la poeta se ha despedido de aquella niña Sherry que quería
liberarse y volverse algo más ligera, pero precisamente esa
libertad, sobre todo sexual, tensa la relación con su madre. Sylvia
mantiene relaciones con varios hombres, y para su ingreso en
Cambridge sigue en pie encontrar un marido, pero como la beca
financia todo lo que tendría que hacer un hombre, su despreocupación
la lleva a una vida un poco menos ordenada e inmediata. Aun así,
Inglaterra no iba a ser la cura a todos sus temores, porque en
febrero de 1956, en su diario se puede ver cómo vuelve a analizarlo
todo minuciosamente hasta el hartazgo. Lo determinante es una carta
que le manda a su médico en la que le confiesa que vuelve a sentir
los mismos síntomas, cuando se intentó suicidar:
Querido
doctor: Me encuentro muy mal. He tenido el corazón en un puño con
palpitaciones y amagos. De repente, los simples rituales del día se
resisten como un caballo terco. Resulta imposible mirar a la gente a
la cara. ¿Puede irrumpir de nuevo el mal? ¡Quién sabe! La
conversación intrascendente es fatal.
También
la hostilidad aumenta. Esa virulencia peligrosa y devastadora que
surge del alma enferma. La mente enferma, también. En nuestro
interior se derrumba la imagen de identidad que a diario luchamos por
grabar en el mundo indiferente u hostil; y nos sentimos aplastados.
Esa
inseguridad la reconduce en cólera, porque tiene 23 años y sigue
soltera. Y ese pesar, sin que lo sepa todavía, estaba a punto de
disolverse, porque compra un ejemplar de una revista literaria en la
que vienen poemas de Ted
Hughes que,
como ya imaginamos, la sobrecogen. Aquella misma noche se presentó
en la fiesta de la revista y conoció al poeta, que se convertiría
en su marido. En una habitación aislada…
Me
besó violentamente en la boca y me arrancó la cinta del pelo, mi
pañuelo rojo del pelo que había soportado el sol y mucho amor y no
volveré a encontrar otro igual, y mis pendientes de plata
preferidos: ja, continuaré, rugió. Y me besó el cuello y yo le
mordí fuerte la mejilla y cuando salimos de la habitación la sangre
le caía por la cara.
Sylvia
Plath se enamora y cree haber encontrado al hombre más fuerte del
mundo, un Adán alto, desmañado, saludable, con voz de trueno (así
se lo cuenta a su madre en una carta), un vagabundo que jamás se
detendrá. Un hombre (le cuenta a su hermano) igual a ella, con la
voz más rica y extraordinaria que Dylan Thomas, capaz de sacar uno
de los libros de su vitrina y ponerse a leerlos como ella misma, un
contador de historias. Sin embargo, también le parecía un
aplastador de cosas y personas, un hombre al que le gustaba beber y
conquistar mujeres. El 16 de junio de 1956, Ted Hughes y Sylvia Plath
se casan.
Tiempo
antes de la muerte
Aunque
por fin había encontrado lo que tanto anhelada, un marido, la Sylvia
Plath esposa escribe esto en su diario en el primer tiempo de su
matrimonio (tan diferente a la actitud sumisa de su madre, que
también se había casado con un hombre inteligente al que admiraba):
La
ofensa penetrando, nítida como una navaja, y sangre oscura que mana…
Sentada en el comedor con camisón y jersey contemplando la luna
llena, hablando con la luna llena, iniquidad que crece hasta llenar
la casa como planta antropófaga. La necesidad de salir. Todo está
en silencio. Quizá él esté dormido. O muerto. Cómo saber cuánto
tiempo hay antes de la muerte…
El
amor que sentían el uno por el otro era devastador y fuerte. Si
tenemos en cuenta el historial de Sylvia Plath, podríamos adivinar,
sin saber cómo acabó finalmente el matrimonio, que no le haría
ningún bien. Era la esposa de un hombre brillante al que admiraba y
al que seguía donde fuera, pero su condición de casada le coartaba,
como ya había reflexionado tanto en su reciente juventud, una
libertad que para la poeta había sido siempre vital. Caminaba un
poco por detrás de Ted y siempre le complacía lo que a él, como
advertían los amigos que compartían con ellos los primeros años de
noviazgo. Pero Sylvia quedó embarazada y las sombras eran menos
sombras, daban menos miedo y de alargadas pasaron a
insignificantes. Frieda encarnaba
la luz que tanto faltaba a su madre.
Me
miré el vientre y vi a Frieda Rebecca [su primera hija], blanca como
harina, con la crema que cubre a los recién nacidos, con graciosos
garbancitos de pelo aplastados en la cabeza, y enormes ojos azul
oscuro… La comadrona la limpió con una esponja junto a mi cama en
la palangana grande de pírex y la echó en la cuna bien tapadita con
una botella de agua caliente; mamó unos minutos como una pequeña
experta, consiguió sacar unas gotas de calostro y luego se durmió…
Nunca me había sentido tan feliz.
Entonces
Sylvia Plath pasó a ser madre, no escritora. Y el cambio de rol le
traía problemas de identidad con Ted y consigo. Estoy
pensando ponerme a trabajar yo misma si Ted se ocupa de dar de comer
a la niña al mediodía. Sylvia
empezaba a ser, aunque lo advirtiera solamente ella, la madre de
Frieda y también una escritora publicada; sus dos identidades
estaban condenadas a entenderse, porque eran igual de fuertes.
Después de las buenas críticas, el The
New Yorker le
ofrece mandar todos los poemas para publicárselos. Por entonces,
Sylvia sufre un aborto y en el poema Tulipanes aparece
una mujer hospitalizada que quiere quedarse ingresada, en un momento
de plenitud total (quizá porque la relación con Ted ya había
estado salpicada de momentos tensos, coléricos; el hospital ofrecía
a Plath un lugar sin connotaciones negativas, como un limbo).
Soy
una monja ahora, nunca he sido tan pura.
No
deseaba flores, querría únicamente
yacer con las palmas hacia
arriba, totalmente vacía.
La
campana de cristal
La
novela autobiográfica que escribió Sylvia Plath tenía la intención
de narrar las cuatro semanas que pasó como redactora invitada
por Mademoiselle,
su ruptura, su depresión, el intento de suicidio. Pero además, con
la imagen de la higuera, trataba un tema que todavía le preocupaba:
elegir. Una mujer tenía necesariamente que elegir, y ahora Plath era
madre y escritora a la vez.
Vi
mi vida desplegándose ante mí mi vida como las ramas de la higuera
verde…
En
la punta de cada rama, como un grueso higo morado, me hacía señas y
me llamaba un futuro maravilloso. Un higo era un marido y un hogar
feliz e hijos y otro higo era una famosa poeta y otro higo era una
brillante profesora y otro higo era E Ge, la asombrosa editora, y
otro higo era Europa y África y Sudaméricca y otro higo era
Constantino y Sócrates y Atila y un montón de amantes con nombres
extraños y profesionales originales y otro higo era una campeona del
equipo olímpico y por encima y más allá de todos los higos había
muchos más que ni siquiera podía distinguir.
Me
veía sentada en la horquilla de la higuera, muriéndome de hambre,
sólo porque no podía decidir qué higo quería elegir. Los quería
todos y cada uno, pero elegir uno significaba perder todos los demás…
Entretanto,
Sylvia y Ted tienen su segundo hijo, Nick,
pero el matrimonio es cada vez más una desgracia para ambos. Ted se
ausenta injustificadamente, amantes, esas mujeres a las que le
gustaba conquistar como ya sospechaba Plath en el noviazgo. Sylvia es
celosa y aquel primer encuentro, en el que él la besa violentamente
y ella le muerde la mejilla hasta sangrar, no es más que la primera
escena de una vida que los iba a conducir a la locura, a la
desesperación, cuando ya no controlas nada. El forcejeo al que se
vieron sometidos era más de lo que Plath podía soportar; aunque
daba muestras de querer solucionar su matrimonio y convertirlo en
aquel perfecto que tanto había soñado, la realidad era bien
distinta. Sus hijos, Frieda y Nick, eran pequeños, y Sylvia quemaba
las cartas y el manuscrito de una novela dedicada amorosamente a Ted
en una pequeña pira funeraria, para horror de Aurelia, que quiso
evitarlo sin éxito. Sylvia estaba desatada, encolerizada. La ruptura
era inevitable. Y finalmente Ted la abandona por la poeta Assia
Wevill.
Se
han librado de los hombres
patanes torpes, embotados,
balbucientes.
Morir
es un arte
No
creía en la cura. Si el corazón es frágil, como una taza de
porcelana, y una gran pérdida lo hace añicos, ni todo el tiempo y
la bondad del mundo podrán ocultar las feas grietas. En cuanto el
precioso líquido del amor se derrama, te quedas seca. Seca y vacía.
Sylvia
se había quedado seca y vacía, y además tenía un corazón frágil
y ya lo sabía, como una taza de porcelana que lo único que había
hecho era romperse en más pedazos, unos irreconciliables, tras una
gran pérdida, como la ausencia de su padre. No, no había cura. Y la
cura era devastadora. Ya en el poema Filo,
la mujer alcanza la perfección cuando está muerta. Sylvia Plath
tiene una gran (y oscura, tremenda) productividad que compensa la
soledad, la ausencia y ese mal que volvía, como advertía en la
carta que le mandó desde Cambridge a su doctor; ese mal volvía y no
solo eso, sino que estaba dispuesto a quedarse, estaba dispuesto a
volver el cuerpo de la mujer pura perfección, pura muerte.
Morir
es
un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente bien
Tan
bien, que parece un infierno.
Tan bien, que parece de
veras.
Supongo que cabría hablar de vocación.
El
11 de febrero de 1963, Sylvia se despierta a las seis de la mañana y
le prepara el desayuno a sus hijos, de tres y un año. En una bandeja
lleva a la habitación de Frieda y Nick: pan, mantequilla, leche.
Vuelve a la cocina en la que acaba de prepararlo, cierra la puerta,
tapa todos los resquicios con toallas. Mete la cabeza en el horno.
Abre el gas.
La
mujer alcanzó la perfección.
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